(Por Javier Garisoain Otero) -
En esto de las lecturas recomendables, supongo que debido a mi edad y a los buenos maestros que he tenido he llegado al punto en que todo lo que leo me parece aprovechable. Leo a San Isidoro o a Menéndez Pelayo y me admiro de la sólida cadena que une a los grandes pensadores hispánicos antiguos y modernos. Leo a Rousseau, a Marx o a cualquier ideólogo averiado y me divierte descubrir a cada paso sus inconsecuencias, sus dislates y sus mentiras. El truco es que no escribo nada de mi cosecha. O sí. Tal vez sea de mí cosecha gracias a lo que otros sembraron antes. En cualquier caso debo aclarar que lo que diré a continuación sobre la religión y la política lo diré como carlista, es decir, como católico práctico*.
Relación entre la religión y la política
La religión es, por definición, un concepto muy superior a la política. La religión es aquello que nos religa con la trascendencia, con los principios y realidades eternas, con el ser mismo de las cosas, de la creación y del Creador. La política en cambio es el arte de lo contingente, de lo temporal, del servicio en las cosas imperfectas de este valle de lágrimas. Pero el hecho de que sea una dimensión inferior a la religiosa, y que deba ser impregnada por ella, no quiere decir que no tenga su importancia. La tiene, como cualquier otra dimensión de nuestra vida, ya sea la cultura, el arte, la música o el comer. No está bien que un hombre libre viva sin interesarse de alguna forma por las cosas de la polis. Aquellos que dicen vivir prescindiendo de la política es como si hubieran decidido amputarse una parte de su vida. Y eso no está bien.
El laicismo
En los tiempos de la vieja Cristiandad los hombres vivían sobrenaturalizándolo todo. Antes de que Santa Teresa dijera aquello de que también entre los pucheros anda el Señor ya había cristianos que lo sabían y que así lo vivían. Pero luego pasó lo que pasó: el orden de aquella Cristiandad, que no era para nada un mundo perfecto sino un pobre mundo que hacía lo que podía en la buena dirección, creciendo y mejorando paso a paso, construyendo con harto trabajo, fue violentado por un proceso revolucionario que dio al traste con todos sus progresos verdaderos. La irrupción de una serie de herejías, doctrinas averiadas e ideologías trajeron al Occidente la peste del naturalismo. Y cuando ese naturalismo logró, gracias a la revolución francesa, penetrar en la vida política de las naciones cristianas -en eso consiste el liberalismo- es cuando la religión, por orden y decreto de los poderosos, quedó relegada a la pura conciencia de cada individuo, rebajada al mismo nivel que los caprichos, la afición futbolística o los colores favoritos. A esto es a lo que llamamos laicismo: crea usted lo que quiera en su fuero interno pero viva en comunidad y trate las cosas de la política como si Dios no existiera. O, usando el símil de Chesterton, deje usted en la puerta el sombrero de su fe cuando entre en el Parlamento.
El Papa y el Emperador
Una de las joyas destruidas por la Revolución es la que en la antigua Cristiandad mantenía el equilibrio entre el orden espiritual y el orden temporal personalizados en el Papa y el Emperador. Se trata, se trataba, de un equilibrio difícil, siempre en tensión, cuyo fruto era, en última instancia, el crecimiento general y la construcción de un orden respetuoso con la Verdad de las cosas. Todas las otras antiguas y nuevas civilizaciones, todas las tradiciones o culturas políticas de la historia, han simplificado esta cuestión divinizando al rey como los egipcios, los chinos o los romanos; uniendo en la misma persona al gobernante y al sumo sacerdote como los califas, los lamas o los anglicanos; o simplemente sometiendo cualquier poder espiritual a la bota del jefe como suelen hacer las ideologías más totalitarias.
He aquí una de las formas de encontrar la religión verdadera: todas las religiones que se identifican o se someten al poder temporal son falsas. Tan sólo la Iglesia Católica ha luchado y luchará de forma creíble por ser testigo -o sea, mártir- de la Verdad, caiga quien caiga, cueste lo que cueste, y mande quien mande. Todas las demás religiones son religiones ideológicas o ideologías religiosas. Falsas religiones que acertarán a veces en algo, y hasta se opondrán a veces a los tiranos, pero que al final carecen de auténticos mártires de la Verdad.
La confesionalidad es un bien
Otro término que es importante entender en su contexto es el de la confesionalidad religiosa. Por muy contaminado que esté un católico de liberalismo nunca podrá afirmar que es mala la confesión pública y comunitaria de la fe. Una familia, un pueblo, una región o una patria que rezan, alaban o confiesan su amor a la fe verdadera prefiguran el cumplimiento del salmo 71: "Se postrarán ante tí, Señor, todos los pueblos de la tierra". ¿Cómo podría ser malo eso desde el punto de vista de un creyente? Ahora bien, alegan los enemigos de la confesionalidad el escrúpulo de una posible falta de respeto a la libertad individual. Esta objeción, que en teoría podría ciertamente dar graves quebraderos de cabeza, no se corresponde con la realidad histórica. La realidad es que la imposición y la falta de respeto ha partido precisamente de la ideología liberal. Ha sido la Revolución la que a lo largo de dos siglos ha venido imponiendo leyes ateas a pueblos cristianos. Esto es algo que en España hemos vivido en primera persona con la imposición tramposa y criminal de la constitución del 78. Decían los liberales que lo primero era la democracia ¿de verdad? ¿y qué hay más "democrático" que el que los gobernantes asuman la religión y creencias del pueblo gobernado? Eso es precisamente lo que asumieron los nobles visigodos en los concilios de Toledo. Y por eso puede decirse que allí es donde nació España. La Revolución hace al revés. Ese fue uno de los triunfos del luteranismo: -"Cuius regio, eius religio"- el dar carta blanca a los poderosos para someter -antidemocráticamente- a sus pueblos, imponiéndoles una religión con la fuerza del estado moderno. Ese tipo de confesionalidad es anticatólica y cuando se ha seguido para favorecer aparentemente al catolicismo ha dado lugar a graves antitestimonios. Hay que tener en cuenta que la finalidad de la política no es cambiar las cosas en el sentido de modificar la sociedad, las costumbres, las mentalidades... Menos aún con la implantación de regímenes creados ex-novo según la típica mentalidad constitucionalista. Todo eso no es sino tiranía y opresión infame. La política está para dirigir una sociedad, respetando, como hacían los viejos reyes cristianos, los fueros, leyes y costumbres que hubiere. Por eso tenían que ir a las Cortes a jurar antes de reinar. Por eso se comprometían a mejorar siempre lo posible, pero siendo extremadamente cautelosos en los cambios porque los cambios de verdad, los cambios sociales no corresponden a procesos políticos sino al ámbito cultural o espiritual, y a un ritmo muy diferente del político.
La religión como límite de la política
Incluso los no creyentes pueden entender que la religión ofrece dos grandes utilidades al mundo político. El primero es servir como límite. El segundo como inspiración.
Como límite, la religión tiene la facultad de establecer unas líneas rojas, un marco moral, que quedan fueran del capricho del gobernante. Ese límite es por ejemplo el que protege a los débiles de los abusos de los poderosos. Es el que evita realmente al absolutismo político que lejos de ser una cosa del pasado, una deformación de las viejas monarquías, es la manera contemporánea de entender la política en las democracias partitocráticas actuales en las que el partido gobernante puede legislar cualquier absurdo con tal de que cuente con la mayoría absoluta.
Otra forma de expresar el límite podría ser con los llamados principios no-negociables. Benedicto XVI insistió en este concepto, que está muy vinculado al puro derecho natural y que nunca insistiremos suficientemente en que es un límite muy limitado, valga la redundancia. Porque es un límite que señala algunos puntos imprescindibles para que pueda ser sostenible una mínima convivencia en cualquier comunidad política: la vida, la familia, la libertad de educación y el bien común.
Es interesante también analizar el concepto de tolerancia relacionado con esos límites que aporta la religión al mundo político. Estrictamente hablando sólo podemos ser tolerantes quienes creemos que existen unos límites externos, que son los que aporta la religión. Por eso somos los únicos que, a la hora de la verdad, como condenamos el pecado sin paliativos, podemos permitirnos el lujo de respetar y tolerar al pecador. En cambio, para el típico político absolutista moderno ¿qué sentido podría tener la tolerancia? Una vez que alcanza la mayoría absoluta... ¿qué razón o qué límite habría de existir para marcar la separación entre lo tolerable y lo intolerable? Si un político consigue la mayoría absoluta... ¿no tenderá a declarar intolerable todo aquello que quede fuera de su voluntad absoluta?
La religión como inspiración de la política
Otra forma mucho más positiva es entender la religión como corazón de la política, como el alma que impulsa la acción del servicio político. En esta línea la religión ya no se dirige al mundo político con meras advertencias sobre límites, abusos o pecados sino que ofrece una razón para servir, para proteger a los débiles o para, en última instancia dentro de la concepción católica de la política, instaurar todo en Cristo siguiendo la doctrina de la Soberanía Social de Jesucristo.
Leyes y constituciones
La política se desarrolla con las decisiones cotidianas, pero también con el establecimiento de leyes, normas que perduran en el tiempo y que ayudan a ordenar la convivencia. Esta es una parte fundamental de la política que sería inútil abordar ahora en un párrafo. Sí que me gustaría apuntar una idea y es referente al constitucionalismo. La experiencia del proceso constitucional español de 1978 recogió lo peor de los experimentos constitucionales del siglo XIX y XX y llevó su ruptura revolucionaria a su máxima expresión, al menos en el elemento nuclear del texto constitucional como es el de la aconfesionalidad. El caso de la Constitución del 78 lo comparo con el del matrimonio civil. El pecado de dos cristianos que se casan por lo civil es grave porque supone un desprecio al mismo Cristo. Habiendo instituido nada menos que un sacramento que supone la consagración del matrimonio natural, poniéndolo en presencia de Dios, el matrimonio civil rechaza la presencia divina en ese preciso momento. Se mire como se mire es un desprecio. Pues el caso de la redacción de un texto constitucional es similar, aunque con una gravedad proporcional porque afecta a la vida de millones de personas. Que una nación, una comunidad política, formada por todos los españoles, establezca una norma jurídica suprema y que en ella no se reconozca esa dimensión religiosa común, esos límites y esa inspiración cristianas de las que hemos hablado un poco antes es, se mire como se mire, una traición al mismo Dios y a ese pueblo creyente que se dice servir.
El peligro de los extremos y las exageraciones
Por último, no me gustaría terminar esta exposición sin mencionar la idea del equilibrio necesario. El pensamiento político tradicional no necesita entrar en las categorías de izquierda o derecha, tampoco en cualquiera de las dicotomías maniqueas en las que se suele interpretar la acción política. El filósofo Francisco Canals lo llamó "armonía sintética" que consiste, sencillamente, en rescatar todo lo bueno venga de donde venga. Ese bien es lo único que engendra tradición. En el asunto de la religión y la política que estamos analizando existen dos peligros que hay que evitar y armonizar. Uno sería el laicismo y otro el integrismo. El peligro del laicismo ya lo hemos mencionado aclarando el porqué debe ser rechazado por un católico. En cuanto al integrismo, entendido como la intromisión en el gobierno o las tareas propiamente políticas de los clérigos o de laicos con talante clerical debe ser rechazado porque es un desorden que rechaza la legítima automía del orden temporal, orden que es propio del laicado y que, como hemos ido viendo, ha de tener su vida propia, siempre limitada e inspirada por los bienes superiores de la religión.
F. Javier Garisoain Otero
*Cómo olvidar aquellas palabras del venerable papa Pío XII: «Los requetés, los Católicos prácticos. Los que salvaron a España. Cuantos se habían propuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los Derechos y el Honor de Dios y de la Religión. Los llevo muy adentro en mi corazón y los bendigo.»
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