Hace unos días nos vimos
desagradablemente sorprendidos cuando nuestro segundo hijo -10 años-,
trajo del colegio un libro que nos parece inapropiado por su enfoque
general de la sexualidad, por la edad de los alumnos a los que va
dirigido y por el contexto en el que se propone la lectura.
El
libro se titula "Julia,
la niña que tenía sombra de chico",
de Christian Bruel y Anne Galland, ilustrado por Anne Bozellec. Se
trata de un libro ya antiguo, publicado por primera vez en Francia en
1976. Esto es lo que bajo el título de: "Doce
libros LGTBI para niños y niñas tolerantes" decía
de esta obra un artículo del Diario
Público:
"Dentro
de la literatura que aborda la transexualidad infantil, Julia,
la niña que tiene sombra de chico trata
del sentimiento de rechazo e incomprensión que muchos niños sienten
cuando no se comportan como la sociedad espera. Aborda los
estereotipos de género, la aceptación personal y la necesidad de
encontrar un amigo que nos apoye cuando tenemos ganas de hacer
desaparecer esa sombra que no encaja en los que otros quieren que
reflejemos."
El
libro se enmarca pues -aunque muy temprana y sutilmente- en la
corriente de lo que luego ha venido en llamarse "ideología de
género" y que considera que la sexualidad humana no se sustenta
en la distinción biológica y genética entre hombres y mujeres sino
en meras construcciones sociales que, menospreciadas como
imposiciones puramente convencionales y totalmente relativas deberían
dejar paso a la pura voluntad del individuo. El tono del libro parece
suave pero detrás de una poesía aparentemente inofensiva plantea
la cuestión de la llamada "identidad de género" de una
manera cuando menos confusa. Sus autores podrían haber explicado
a los jóvenes lectores cómo dentro de cada sexo existe un amplio
abanico de posibilidades y que, por ejemplo, no es necesario ser el
prototipo de "princesa Disney", delgada, presumida,
pasiva... para ser mujer. Podrían haber argumentado que se puede ser
plenamente mujer siendo fuerte, decidida y hasta algo descuidada en
el cuidado personal, porque todo eso es parte de la variedad de la
vida misma. Debido a lo temprano de su publicación, el libro no
llega a entrar en dogma de la transexualidad, pero escogido
ahora en nuestro colegio, con la excusa de "un caso
cercano", es una lectura que no clarifica las cosas sino que
crea más confusión.
El
diálogo quizás más problemático del libro es aquel en el que la
niña protagonista, llena de dudas sobre su identidad, se encuentra
con un niño que tiene su mismo problema y la conclusión a la que
llegan es tremenda: "-Yo creo que se puede ser chica y
chico al mismo tiempo. No me gustan las etiquetas. ¡Tenemos derecho!
- ¿Tú crees? - Por supuesto que tenemos derecho." El
diálogo tiene su parte verdadera pues ciertamente, como venimos
diciendo, ni todos los chicos tienen que ser Rambo ni todas las
chicas Blancanieves. Pero de ahí a poner en duda la misma identidad
sexual precisamente cuando el carácter del sujeto no encaja con el
maldito estereotipo "de género" hay un salto cualitativo
muy arriesgado. Este libro, como es de 1976, resuelve el dilema
con la ridiculización de las imágenes tradicionales (niña bien
peinada, chico recio) pero, leído en 2022, cuando está en puertas
una aberrante ley trans que prescinde hasta de cualquier opinión
médica, se entiende que es un texto que abre la puerta al caos.
Lo peor del libro no es por
tanto el libro en sí mismo sino el hecho de que, según se nos ha
explicado en el colegio, se haya escogido para alimentar un debate
sobre "una realidad" pero ¿de qué realidad estamos
hablando?. El debate sobre la transexualidad, especialmente el de la
transexualidad infantil es, a día de hoy, un debate ideologizado y
altamente polémico y sería deseable que al menos quedara fuera de
la escuela pública en virtud de la neutralidad que esta dice
mantener. Se nos ha dicho que la escuela es "inclusiva".
Perfecto. Pero esa bella palabra no justifica la más mínima toma de
partido en un asunto como la llamada "teoría queer" que,
repetimos, está envuelta en la polémica y con razón. Recientemente
el médico psiquiatra Celso Arango, una de las mayores autoridades en
la psiquiatría actual ha afirmado en una entrevista en el diario El
Mundo que la ligereza con la que se está afrontando esta
cuestión está provocando
"una explosión, un boom, un
incremento exponencial de adolescentes que dicen ser trans, muchos
por moda, y no lo son. En nuestra unidad de hospitalización, si
habitualmente teníamos uno o dos adolescentes que decían ser trans
al año, ahora lo manifiesta el 15%, o 20% de los
ingresados. Obviamente no es una cifra normal, no responde a la
realidad". Dice además que: "Mezclar el género
con el sexo, y dar la imagen de que uno puede elegir el sexo que
tiene... No, es una locura. Uno, o es XX, o es XY. Vive como quieras,
pero el sexo es el que es, y los médicos tenemos que saber cuál es
el sexo de una persona, porque los tratamientos en ocasiones son
diferentes dependiendo de uno u otro".
Los datos nos dicen que más
del 70% de los casos de transexualidad infantil no llegan a
consolidarse y sus protagonistas se vuelven atrás en la
adolescencia. No se trata por tanto de verdaderos casos de disforia
de género sino de una manifestación de inestabilidades
afectivas propias de los años de pubertad, agravadas cuando existe
una desestructuración familiar. Es difícil establecer el daño que
esta "moda" -alentada, también, por ciertas lecturas
en ciertos colegios- puede ocasionar en los niños más débiles.
De todas formas, hablando de
inclusión... ¿para cuándo la inclusión de las familias numerosas,
o las católicas? Dicen que "es una realidad de la que hay que
hablar". ¿Pero por qué hay que hablar en el colegio de un caso
de presunta transexualidad y sin embargo no sería posible hablar de
otras realidades de nuestro entorno en las que además tienen protagonismo
destacado, año tras año, varios alumnos del colegio como son, por ejemplo, las
primeras comuniones? ¡Ah, no, eso no, eso no es inclusivo ni merece
consideración! ¿Por qué?
Los
primeros responsables de la educación afectivo-sexual de nuestros
hijos somos los padres. No podemos renunciar a esta obligación
que es, además, un derecho fundamental. Al enviar a
nuestros hijos a un colegio público asumimos que, renunciando a un
ideario de centro acorde a nuestras convicciones, van a recibir una
enseñanza más o menos "neutral". Así es como queremos
que se mantenga, especialmente en asuntos polémicos como el
presente.