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18 feb 2019

La insoportable vanidad del ser político


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La vanidad, ese es el cáncer de la política. Por eso son malas las campañas electorales. Porque al final el candidato triunfante y fotogénico, rodeado de pelotas y trepas, se acaba creyendo un ser especial. Y por eso tiene bastante sentido que el poder pueda ser hereditario, o sea, alcanzado como un talento gratuito, sin méritos ni marrullerías propias. Ahora que se va, o que se está yendo otra vez, según parece, ese robot vanidoso llamado Pedro Sánchez, aprendamos algo de ese gran hombre: Aprendamos al menos lo que no hay que hacer.
He dicho “campañas electorales” y no “elecciones” a propósito. Una elección es un método como otro cualquiera para asignar el poder que nunca viene de la fuerza de la masa porque siempre “viene de lo alto”. Los papas de Roma, por ejemplo, son elegidos sin campaña electoral. Y lo mismo pasa con todos aquellos cargos que exigen un trabajo altruista y poco lucimiento personal: los delegados de clase, los presidentes de las comunidades de vecinos…
La elección por sorteo, o por pura rotación, tampoco suele ser mal sistema cuando hay que elegir entre iguales.
El problema está en las campañas electorales, porque las vemos como un desatino inevitable cuando en realidad todos sabemos lo que conllevan: promesas electorales, donaciones interesadas, adquisición de compromisos ocultos, negación partidista de lo bueno que pueda tener el adversario, publicidad engañosa…
No existen en este mundo gobernantes perfectos. Hasta el rey Salomón acabó mal. Lo que existen son gobiernos mejores o peores. ¿Y saben cuál ha sido el mejor gobierno de los últimos 40 años en España? Sin duda alguna, el que hubo durante los primeros meses del año 2016, la XI legislatura. Fueron 111 días de gobierno en funciones en los que los candidatos electos hubieron de dejar el gobierno, de hecho, en manos de los funcionarios.
He mencionado que el sistema hereditario tiene sentido. Tampoco garantiza la perfección, ojo, porque quien prometa un sistema infalible miente. Pero me resulta tremendamente atractiva la idea de que el poderoso no haya alcanzado el poder a fuerza de empeñarse en alcanzarlo. ¿No tenemos todos, de una u otra forma, acaso esa misma experiencia personal? ¿No hemos sido mejores jefes cuando no pretendíamos ser jefes? Y no sólo estoy pensando en reyes e hijos de reyes. Me atrevo a soñarlo también para los políticos del montón ¿no sería estupendo aspirar a un acceso al poder que no dependiera directamente del pavoneo electoral?

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