A García-Máiquez lo que le parece nefasta es mi definición porque dice que tiene otras mejores y que le gustaría discutir sobre ello. El problema está en el -ismo. Claro que conservar las cosas buenas es loable. Pero cuando hacemos de la conservación el eje de la acción política nos alejamos de la realidad y hasta de la vida misma. Para entender todo esto siempre recomiendo la lectura de un folleto del historiador y sacerdote P. Federico Suárez titulado "Conservadores, renovadores e innovadores en las postrimerías del antiguo régimen". Es muy clarificador al respecto. En cualquier momento de crisis la actitud que permite equilibrar sensatez y valentía es la renovadora, o lo que es lo mismo, la tradicional, o sea, la reformadora ("Ecclesia semper reformanda"). La pura conservación te acartona, mientras que la innovación te desestabiliza. Por eso la tradición es la solución a esa pregunta de qué es lo que merece la pena conservar.
Estábamos en esto cuando el gran Gregorio Luri, tercia en la conversación y me dice: "Querido Javier, el conservador no es el que no corre, sino el que revisa los frenos." No he tenido más remedio que darle las gracias porque esta metáfora nos ayuda enormemente a clarificar nuestro desacuerdo.
La Revolución -o sea, el mundo de la modernidad, del individualismo, de las ideologías y del naturalismo en política- es como una autopista endiablada -una "highway to hell"- en la que los innovadores o progresistas van desenfrenados, y los conservadores yo creo que circulan con miedo y, como bien señala Luri, confiando en sus frenos. Lo que desde el punto de vista tradicional recomendamos es evitar esa peligrosa autopista y avanzar con cabeza, paso a paso, en la buena dirección, por un camino tal vez más humilde y estrecho pero mejor a la larga. El camino de la tradición es el camino propio, el de tu pueblo y de tu gente, es el que está adaptado a tus circunstancias. En cambio lo que nos ofrece el mundo moderno es vivir como extranjeros en nuestro propio suelo, porque nos obliga a transitar por las vías trazadas de antemano por los ideólogos. En tal caso, ciertamente, bien estará cuidar los frenos. Pero resulta un poco triste renunciar a encontrar un camino alternativo.
El conservadurismo, tal como lo veo, es la forma en la que algunos tratan de sobrevivir dentro de un mundo progresista. Y hacen lo mismo que los buceadores para sobrevivir bajo el agua: conservar el oxígeno. He hablado de miedo y de cobardía. Enrique y Gregorio me dirán que ellos no tienen miedo. Que el conservador es un ser despreocupado y alegre como la reencarnación de Marco Aurelio. No lo se... hay gente para todo. No juzgaré la valentía de cada cual. Pero mira por donde me he enterado -porque para el oráculo de internet ya no hay secretos- de que existe un tipo llamado Corey Robin, politólogo de la Universidad de Brooklyn que ha estudiado a fondo estos temas y que cuando se le pregunta acerca de qué grupos políticos podrían identificarse con el miedo responde, por este orden: 1. Conservadurismo 2. Totalitarismo 3. Liberalismo de la ansiedad y 4. Populismo de derecha. Así que por ahora me quedo con mi definición, feliz de seguir siendo carlista, vacunado por igual contra la ideología progre como contra la conservadora.
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