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13 abr 2023

Justicia poética para Gran Bretaña


No todo ha de ser llorar por nuestra propia decadencia hispana. Consolémonos -o no- pensando en las desgracias ajenas. Hace mucho tiempo que Britannia ya no es lo que era. Entre Enrique VIII, Cromwell y toda la pléyade de comecuras, empiristas, puritanos y supremacistas nacidos en aquella isla, la bucólica verde Inglaterra cristiana ha quedado concentrada en reductos mínimos, o en solitarios cerebros máximos como los de Chesterton, los de la escuela de Newman y poco más. Podría decirse que aquella vieja Inglaterra fue la primera víctima de la moderna revolución liberal porque desde el triunfo de la herejía política naturalista sus familias fueron el combustible con el que alimentar la maquinaria de un estado colonialista establecido en beneficio de unos pocos, discretos, elegantes y flemáticos masones. Y aún no han tocado fondo.

La llegada del musulmán Humza Yousaf a la dignidad de primer ministro de Escocia es un poco como lo de Lawrence de Arabia pero al revés. Aquel aventurero se dedicó a conspirar contra el Imperio Otomano alentando el independentismo de Arabia. Ahora Yousaf amenaza con reactivar un proceso de independencia de Escocia que podría acabar con el Reino Unido. Justicia poética que ha llegado para vengar el histórico imperialismo depredador de los anglos.

Sumen al caso, para redondear el paralelismo, la elegante presencia del hinduista Rishi Sunak, actual ocupante de downing street. Cuando a los británicos se les hizo costoso seguir explotando la India y abandonaron aquellas colonias provocando la guerra entre hindúes y musulmanes, ¿no se les pasó por la cabeza la idea de que aquel conflicto genocida, además de entre Nueva Delhi e Islamabad pudiera establecerse entre Londres y Edimburgo? Quien siembra vientos recoge tempestades. Justicia poética a tope.

9 abr 2023

España resucitable

Hay quien afirma que los pueblos, como los hombres, son también criaturas de Dios, que tienen su propio ángel, y que están también llamados a la salvación y, por qué no, a la muerte y a la resurrección. Es una tesis atrevida que se puede defender siempre que no se caiga en el nacionalismo y siempre que no se olvide que la salvación es personal como recuerdan los versos populares: "pues al final de la jornada aquel que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada". En cualquier caso los pueblos y las naciones son compañía imprescindible para ordenar nuestra dimensión comunitaria pues, como suele decir el papa: "nadie se salva solo". 

Dicen los Evangelios que el día de la resurrección el ángel envió este mensaje a los discípulos: "id a Galilea". Esto siempre se ha interpretado como un llamamiento a volver a los orígenes -y ¿por qué no?- a las fuentes primeras de la tradición. Nuestra historia como pueblo tiene muchos hitos: las modernas cruzadas contra la Revolución, la expansión de la Hispanidad, la Reconquista, los concilios de Toledo... Pero antes de todo eso está la historia de Santiago apóstol en Zaragoza. El Pilar, junto al Ebro, es nuestra Galilea hispana. En estos momentos oscuros, cuando todo parece humanamente perdido ante el empuje imparable de las ideologías, cuando España se desangra espiritual, social y demográficamente, volvamos a nuestra Galilea. Volvamos juntos en unión, renovando los ánimos y la moral de victoria. Tengamos confianza. España es mucho España. Las Españas son también resucitables. 

¡Felices Pascuas!


2 abr 2023

La ciudad de los quince minutos y la provincia de una jornada


La ciudad de los quince minutos es como la provincia de una jornada. Ahora que el cruel racionalismo de los economicistas de estilo distópico ha puesto sobre la mesa la idea -no el debate- de que en un futuro habrá que compartimentar territorialmente al rebaño ciudadano en barrios de 15 minutos, me viene a la cabeza la realidad consolidada de la cuadrícula provincial. La actual división de España en cincuenta provincias tiene su origen inmediato en el decretazo del ministro Javier de Burgos de 30 de noviembre de 1833. O sea, apenas dos meses después del inicio de una guerra civil que algo tendría que ver en aquello.

La idea del ministro liberal, copiada directamente del centralismo racionalista francés, era la de ordenar el puzzle territorial haciendo tabla rasa de reinos y territorios históricos. El criterio igualitarista elegido para determinar la extensión de cada provincia así como la ubicación de las respectivas capitales fue el de la accesibilidad no en quince minutos sino en una jornada con los medios de entonces. Pero la intención era la misma. En aquella época la excusa no fue la sostenibilidad ecológica sino la articulación eficiente, sobre los restos humeantes de la vieja España, de una nueva republiquita coronada, disfrazada con la retórica de los nuevos estados-nación.

Los anuncios y los experimentos que se hagan próximamente, en la línea de los confinamientos y las desescaladas covidianas -que ya no recordamos porque somos muy jóvenes- seguirán el mismo esquema de todos los tiranos ideológicos que en el mundo han sido: planificación centralizada; recurso a autoridades y estudios arcanos; control policial extremo; represión de la disidencia y tabla rasa de familias y tradiciones. Afirmar que una ciudad de quince minutos es mejor que una de veinticuatro es como dictar que a partir de ahora las familias perfectas serán las que tengan cuatro miembros. Pero es que así no son las cosas sino, a Dios gracias, mucho más complejas, más variadas y más divertidas.

El desarrollo insostenible




El orden de la realidad, las leyes de la naturaleza creada y la fuerza de la verdad, son imposibles de sustituir por el vómito continuo de leyes o de ingenios con los que la Revolución pretende crear un mundo artificial alternativo. A veces el sistema, las leyes, o los inventos técnicos, parecen lograr avances en ese sentido pero en el mejor de los casos sale lo comido por lo servido. Ahora mismo, por ejemplo, los humanos que logran nacer, vivimos de media unos veinte años más que en 1960. O sea, más o menos el mismo tiempo que gastamos en ver teleseries o en trasladarnos al trabajo. 

La historia de la fantasía humana, desde los sabios griegos hasta la moderna ciencia ficción, rebosa de utopías perfectas. Desde que probamos del árbol de la ciencia del bien y del mal nos gusta soñar con ello. Las estrellas de la muerte, las sociedades perfectas, los ecosistemas artificiales al estilo de parque jurásico, los úteros artificiales... todo queda bien en el arranque de las películas o en los primeros capítulos de las novelas futuristas pero todo hace aguas en el mundo real. Y ni siquiera las pelis suelen acabar bien. Al final nada funciona, nada consigue lo que prometió, todo degenera y todo se estropea. Por eso es fácil profetizar que la inteligencia artificial, por ser artificial, nunca llegará a ser inteligente. Que los cambios de sexo, artificiales, nunca modificarán la genética personal. Que la memoria democrática, por mucho dinero que tenga a su servicio no cambiará la historia. 

Cada invento de la ingeniería nació para solucionar un problema -loable intención- ¡y qué pocos son los que no han abierto dos nuevas vías de agua al ser aplicados! Por eso la historia de la ciencia es siempre una huida hacia adelante. Y no digo que no tenga que ser así. Las secuelas y daños colaterales de cualquiera de nuestras bienintencionadas intervenciones son inevitables. Son ley de vida. Lo que es ridículo es ese empeño ingenuo en decir que nosotros podemos, que todo está bajo control, que caminamos inexorablemente hacia un mundo sostenible.

El mundo no es sostenible. El mundo se sostiene o, mejor, es sostenido, por la misericordia de Dios. Llamadle Gran Arquitecto si os va el rollo masónico, reelaborad todas las mitologias si os place, pero jamás podréis ignorar eso que nos trasciende y que está en el alfa y el omega de nuestra miserable historia insostenible.

La noticia de que el universo se expande; la comprobación de los desastres ecológicos a que nos ha llevado la explotación consumista de los recursos; el análisis sobre el derrumbe de las tiranías y los imperios del pasado; la simple reflexión sobre las obras literarias que fantasean sobre un mundo feliz... todo ello tendría que haber rebajado los humos a los creyentes en el progreso sin fin así como a los que sueñan con tecnologías sostenibles. De hecho unos y otros son parte de un mismo optimismo progre y babélico, porque los destructores iconoclastas de antaño son los padres y maestros de los actuales inventores de la nueva sostenibilidad ultradigital tan de moda.

Un mundo sostenible es deseable, claro, y será posible cuando Dios quiera, el del mundo futuro, en un cielo nuevo y una tierra nueva. Mientras tanto inventemos, estudiemos los problemas, ayudémonos y empleemos la inteligencia. Hagamos lo que podamos para no caer, pero con humildad. Siempre con humildad.