La fe es un don, sí, pero no es magia, ni suele llegar habitualmente en forma de revelaciones místicas. Me temo que, de alguna forma, al decir que la fe es un don muchos han entendido equivocadamente que la fe era un misterio, un regalo de reyes de origen ignoto, una receta que llegaba a nuestra alma como por capricho divino o, peor aún, después de cumplimentar una tasa indeterminada de rezos.
La fe, sin embargo, es algo mucho más sencillo de explicar y de entender. La fe se transmite de forma natural entre los hombres cuando hay confianza mutua. El máximo exponente de la fe entre nosotros es el trabajo de los notarios, que por eso lucen el lema corporativo de "Nihil prius fide" (Nada antes que la fe). Pero sin ser notario cualquier hombre cabal puede ser para sus hijos, y los hijos de sus hijos, un eslabón en esa larga cadena de donantes de la verdad que llamamos tradición.
Así pues, tener fe no es que se te aparezca en persona Nuestra Señora en una gruta sino algo tan cotidiano como recibir el don de un testimonio creíble. Fe es creer en algo que no vemos porque nos lo ha contado alguien que vemos y en quien creemos. Tenemos fe en los electrones porque nos lo han contado nuestros profesores de física. Tenemos fe en la existencia de Tutankamon porque nos lo han contado nuestros profesores de historia. Nosotros, hijos de cristianos sencillos, creyentes devotos, hemos tenido en nuestros padres, o en los misioneros, o en nuestros padres-misioneros unos testimonios de fe cristiana de primera categoría. Haríamos bien en creerles.
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