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22 dic 2022

¡Paparruchas!


La Navidad está en el centro del huracán. Distorsionada por fuerzas antagónicas corremos el riesgo de volvernos tacaños y rancios, nostálgicos, solitarios y misántropos cuando estamos con el Niño del pesebre y eufóricos vociferantes desde la ventana para celebrar la nada, la noche, las luces parpadeantes, el calendario y los copitos de nieve. Exactamente como
 Mr. Scrooge pero al revés.

En el Cuento de Navidad de Dickens todo estaba en su sitio. El avaro vivía amargado y temeroso mientras que los generosos creyentes eran felices. El cuento acaba bien porque Ebenezer Scrooge se une a la celebración cristiana con todas sus consecuencias. Acaba bien porque la felicidad del viejo se hace evidente. 

¿Pero qué pasaría si Ebenezar fuera un típico urbanita del siglo XXI, descreído y jovial, que se ha suicidado espiritualmente para pasarse al rollo del solsticio, que prescinde de su Salvador entre aspavientos de felicidad aparente? ¿Y qué pasaría si por el contrario las buenas influencias del empleado o del sobrino se vieran descafeinadas en medio de una celebración sentimentaloide, timorata, íntimamente egoísta y perfeccionista? En ese caso la tarea de los fantasmas de las navidades sería más complicada. Porque no tendrían que convertir sólo al viejo sino a todos. 

La celebración de la Navidad, entre los que sí creemos -aunque sea un poquito- que el protagonista es Jesús niño está siendo acosada desde fuera por el laicismo, y desde dentro por una exageración de las expectativas, por un estrés que nos desdibuja el meollo de la celebración por el afán de construir una fiesta íntima, decadente, inolvidable y perfecta. 

Deberíamos poner las cosas en su contexto. La Navidad es una ocasión no menos preciosa que la Pascua de Resurrección y no menos familiar y entrañable que cualquier otro momento que sirva para celebrar la fe, reunirse en buena compañía y cantar con alegría. ¿No nos habremos pasado un poco inflando la parte sensiblera del evento? Las navidades antiguas eran más recias, no menos sinceras que las de ahora y sin tanta ñoñería. Eran más normales. No había tantos regalos ni tanto consumo. En cuanto a las obras de caridad se hacían todo el año, no solo "porque es Navidad". Me temo que en esto como en otras cosas hemos ido al rebufo de la cultura anglosajona que, al tratarnos como a una de sus pobres colonias, no ha hecho sino imbuirnos unos complejos que no nos van pero que nos vienen por la fuerza. No se si sabían ustedes que en Inglaterra los puritanos prohibieron la Navidad durante 15 años  (¡y en Escocia 250 o más, ojo!). Mucho después, seguramente para compensar aquella muermez herética, la Inglaterra de Dickens, al tiempo que machacaba a los proletarios en sus minas y sus telares quiso despertar un sentimiento humanitario y lo que hizo fue poner en marcha el sentimentalismo humanitarista navideño, que no es lo mismo. Desde entonces el mundo se llenó de felicitaciones algodonosas y casi casi estoy tentado a decir como el avaro del cuento... ¡de paparruchas! 

En España, exceptuando los años del puritanismo republicano, nunca habíamos tenido esos altibajos. Hasta ahora, que desciende el sentido religioso y sube el autoodio inducido hacia nuestras propias tradiciones. Hasta ahora, que imitando los errores de los anglos hemos eliminado, o sustituido, o aguado los motivos para la celebración y hemos dejado... las paparruchas.

Y ya vale por hoy. ¡A cantar villancicos! Vayan para todos mis pacientes lectores mis mejores deseos. ¡Feliz y santa Navidad!

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