Es más más sencillo que eso. Lo primero que habría que hacer es volver a hablar de Regiones y no de Autonomías. Porque, tal como ya he explicado en otras ocasiones, autonomía es lo que entregan los padres a los hijos para que vayan construyendo su camino hacia la independencia. Para que puedan construir su propio proyecto de vida. En cambio la relación entre unas y otras regiones españolas no puede ser esa sino una relación amorosa, conyugal, respetuosa y leal.
El problema no reside por tanto en la existencia de unos parlamentos regionales. El problema es que esos parlamentos o cortes regionales se conviertan en sedes de trozos soberanía nacional y en un desagüe por el que se derrocha el dinero de todos. ¿Por qué no podrían ser justos, pequeños, serios, sencillos y austeros?
Es muy necesaria la supresión de esos pequeños centralismos egoístas que son las autonomías. Pero aprovechar el fiasco autonómico para trata de implantar en España un modelo jacobino haciendo tabla rasa del regionalismo no es para nada patriota. Porque a España hay que amarla a la española, no a la francesa.
El problema territorial de España, que es un problema que hay que reconocer, no se arreglará dando bandazos entre los dos extremos de una misma concepción revolucionaria. El centralismo afrancesado, lo mismo que el autonomismo protoseparatista, son dos caras de la misma moneda. Ambos entienden el estado a la manera revolucionaria. Sus diferencias son mero reparto mafioso de la tarta presupuestaria.
Por eso, entre el centralismo estatal que ahora piden algunos como si fuera la panacea y los diez y siete centralismos aprovechateguis de las autonomías es preciso intentar la reconstrucción del regionalismo foral: ¿personalidad para las regiones? Por supuesto, a cambio de responsabilidad, subsidiariedad y lealtad a la Patria común.
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