(Por Javier Garisoain) -
Ahora mismo, en Francia y en toda Europa el comunismo y el islamismo van de la mano y por algo será. Para la mayoría de los políticos izquierdistas el Islam es un aliado. Es normal. Al fin y al cabo la umma (la comunidad) mahometana es un antecedente del comunismo marxista.
El Islam no es una religión sino una ideología con algunos tintes supersticiosos que promueve un reino de Cristo sin Cristo, una comunidad sin Padre y sin caridad, un estado califal todopoderoso, y un voluntarismo sin limites basado en la ley del más fuerte.
El Alá musulmán es como el Gran Arquitecto masónico, un ser lejano que no se mete en nuestras cosas. "Alá es grande" dicen, pero su lejanía lo empequeñece. Nuestro Dios cristiano en cambio se hace pequeño, y como está tan cercano resulta enorme.
Además, para los mahometanos o para los comunistas no existe nada parecido a la sabiduría católica que distingue entre el Papa y el Emperador. Para todos ellos quien tiene la última palabra es el califa o el "amado lider" de turno. El sistema de purgas no lo inventó Stalin sino los Omeya.
Algunos comunistas más inteligentes, como Santiago Armesilla o Roberto Vaquero, ven el Islam como un competidor molesto, e intentan una tercera vía que deje a salvo el "catolicismo ateo" de uno o el "patriotismo obrero" del otro. Pero nada de eso es creíble. Podrán renegar de la brutalidad yihadista, pero no lograrán despegarse de su inhumanidad mientras no renieguen de la ideología marxista.
Los peores enemigos del cristianismo siempre han sido los herejes o los ideólogos postcristianos. Mahoma y Marx tienen mucho el común. Muchísimo. Sus estados comunistas crecerán mientras haya un ambiente previo de embrutecimiento como el que provoca el liberalismo. Por eso los cristianos hemos de luchar, por este orden, primero contra la raíz corrosiva liberal, y luego contra todo el fanatismo comunista: contra el de la estrella roja y contra el de la media luna.
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