El meollo de la doctrina igualitarista/feminista consiste en extender la idea de que quien sirve, quien ama y quien se entrega es un pringao. Para los igualitaristas no existe mas amor que el de las tareas domésticas repartidas al 50% y sin complementariedad en los roles que valga.
Cuando una mujer decide dejar la calculadora y se entrega en cuerpo y alma a la vocación de ama de casa, esposa y madre, se convierte a ojos del individualismo satánico en una maruja.
Cuando es el hombre quien olvida la mezquindad del nuevo fariseismo igualitario y decide inmolar su soltería en los abnegados deberes de esposo y padre, viene a ser, a los ojos del canon progre, un maldito pringao.
¡Cuánto daño han hecho estas etiquetas despectivas! ¡Y qué ciegos están quienes las promueven! Los progres igualitarios, hijos de ese liberalismo que lleva 200 años rompiendo todos los lazos, quieren meternos a todos en una especie de cuartel en el que sólo una lista interminable de micromachismos, prohibiciones y fobias es capaz de darles la seguridad que perdieron con la fe. De esta forma, al final, su exageración de la libertad nos lleva a la peor de las esclavitudes: la que imponen los preceptos humanos del igualitarismo disfrazados de superstición justiciera. En un mundo en el que la gratuidad, la entrega, el compromiso y el amor no tienen cabida porque no pueden medirse ni tasarse.
Los feministas/igualitaristas nos llevan a un inmediato futuro rácano y calculador y precisan de un gran tirano contable que haga su papel burocrático rodeado de una corte de miserables ofendiditos. Al fin y al cabo, la mejor manera de alcanzar esa igualdad enfermiza es mediante el pasapuré de un estado totalitario que nos convierta a todos en peones, en pilas humanas del Matrix progre.
No se dan cuenta de que así la convivencia no puede funcionar, de que la armonía familiar y social son imposibles si nos limitamos a sumar egoísmos. No se dan cuenta, por ejemplo, de que lo que hay que enseñar a los niños en casa no es a cumplir una estricta cuota de género sino a darse sin medida. Porque la convivencia y la familia no van de justicia sino de amor.
Ojalá entendieran todas estas razones esos nuevos escribas que son los "técnicos de igualdad" de la Administración. Tendrían que cambiar de trabajo, claro, pero podrían entender como hay más alegría en dar que en recibir.