La doctrina es el alimento del alma. Los malos alimentos no se combaten con hambre sino con alimentos buenos. Las doctrinas perversas no se frenan con el vacío imaginario de los liberales sino con la sana doctrina.
Adoctrinar a los hijos es lo que cabe esperar de un buen padre. Es normal que un caníbal adoctrine a sus hijos en el canibalismo. Es posible que el considerar a sus hijos dignos de adoctrinamiento sea lo único bueno que haga. Porque lo malo es su canibalismo, no su paternidad.
Adoctrinar es, al fin y al cabo, una forma de alimentar. Es la forma ordinaria que -salvo casos parapsicológicos de ciencia infusa- utilizamos los seres humanos para amueblarnos el cerebro, y para ordenar la conciencia. Sin adoctrinamiento no hay ser humano, no hay tradición, no hay crecimiento social sino pura animalidad, puro instinto genético. Por eso, cuando uno deja de adoctrinar sucede que viene otro para llenar el vacío. Si hiciéramos caso a aquellos ingenuos que nos previenen “en contra de todo tipo de adoctrinamiento” estaríamos condenando a los jóvenes al engaño de las ideologías, y a la programación de aquellos que no les aman.
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