Dicen que el mundo -la corteza del mundo, digo yo- lo hicieron los hombres, que son unos machistas. Así es como se repartieron los papeles según el Génesis: los hombres salían a sudar, las mujeres se quedaban para sufrir. ¿Y quién dice que no estuvieran todos conformes con aquello? Hubo un tiempo en que el mundo femenino era otro mundo, con otros ritmos, otras prioridades, otros lenguajes y otras claves. Los varones lo sabían y, cuando eran patriarcas buenos, estimaban su existencia. Sucedió con los siglos -y los demonios paganos- que la intimidad femenina y su aparente falta de interés por los aspavientos masculinos, fueron confundidos con debilidad, apatía e ignorancia. Pero todo aquello, que latía herido y oscurecido, fue iluminado un día por la luz de Cristo para iniciar un camino de recuperación porque, como dijo el Nazareno, "en el principio no era así". Comenzó entonces aquel mundo femenino a ser rehabilitado, paso a paso, con Santa María a la cabeza, y aunque el entusiasmo del redescubrimiento llevara a veces a exageraciones como las de los juglares neoplatónicos, se hizo un buen camino. Gracias a la Cristiandad las mujeres fueron recuperando su lugar en la historia. Al igual que la Iglesia madre, siguieron con su vida -dando vida- interviniendo de manera subsidiaria en las cosas de los hombres, sosteniendo a veces una corona como Isabel, abochornando a los papas como Catalina o liderando un ejército como Juana. Todo ello por exigencias del guión, por necesidad bien entendida, llevando mejor que nadie los negocios del marido difunto, o disparando en Zaragoza un cañón sin artilleros. Todas aquellas heroínas y otras muchas demostraron que no es que ellas no puedan hacerlo, es que no siempre hace falta que lo hagan.
La dignidad, la libertad y el carisma de la mujer cristiana, la personalidad recia de nuestras abuelas, dueñas y señoras de su propio mundo, tienen su raíz en el genio femenino original. Nada que ver con la pobre sumisión de las exóticas culturas paganas. Nada que ver por tanto con la otra sumisión moderna, la que preconizan en nuestros días ideologías neopaganas. Es importante recordar que aquellos misóginos que urdieron la revolución liberal hace doscientos años nunca pretendieron rehabilitar el matriarcado sino anularlo definitivamente y colonizar su espacio con normas antifemeninas para convertir a las mujeres en varones de segunda clase. Los períodos románticos que han ido desde entonces alternándose con los positivistas no deben confundirse con la genuina contrarrevolución femenina que siempre será la de Santa María de Nazaret. Que nadie se engañe: ni las pálidas desmayadas de mediados del XIX, ni la mujer florero de mediados del XX, tienen nada que ver con el camino que transitaban las grandes damas del Cristianismo. El camino hacia un mundo matriarcal propio, que las mujeres están llamadas a reconstruir o a recrear, es el verdadero enemigo de todo aquello que la Revolución denomina progreso: el destape, el divorcio estéril o la infidelidad son la autopista que vuelve al paganismo; un retroceso hacia la sumisión generalizada. No es el cambio del patriarcado por el matriarcado, no. Es el derrumbamiento absoluto de la dignidad femenina -y de la masculina- que, disfrazado de igualitarismo, desemboca en masculinización de la mujer, feminización del hombre, y ganancia de pescadores sin escrúpulos que no quieren familias ni gente libre, sino masas de borregos -y de borregas- entremezclados para disponer de cuerpos y almas como mejor convenga.
*Publicado en La Antorcha.