A pesar de la marea informática de los ordenadores, el orden tiene mala prensa entre los progres porque recuerda la existencia de criterios inmutables que habitan por encima de la voluntad individual. La imagen del científico loco, o del artista bohemio, que necesitan del desorden para invocar a las musas está sobrevalorada. O, en todo caso, lo que vendría a demostrar es que el proceso creativo consiste en pasar del caos a la armonía, de las tinieblas a la luz, de la nada amorfa al orden limitado de las formas. No se puede ser siempre desordenado en todo: hay artistas autodenominados “de vanguardia” que renunciaron a ordenar todo aquello que producen excepto sus facturas y sus cuentas bancarias.
En el ámbito social y político cualquier tarea rectora consiste también en ordenar las cosas. Por eso aquel que tenga verdadera vocación política procurará impulsar leyes que se ajusten a la razón más que a la voluntad caprichosa de la moda, el sentimiento o la masa. Pero atención porque el orden de cada cosa no tiene por qué ser un orden matemático, cuadriculado o simétrico. El desorden aparente de una familia numerosa no es tal cuando, al final, consigue dar a cada uno lo suyo. Orden no significa igualdad sino jerarquía, escala de valores, graduación de los bienes y de los males, respeto máximo hacia el transcurrir complejo de la vida misma. Una sociedad que, llegado el caso, fuera capaz de sublevarse anárquicamente contra la tiranía demostraría ser más ordenada que otra que, en sus mismas circunstancias, se contentara con ser un cuadriculado cementerio, una comunidad momificada, perfecta, inútil y estéril.
“El orden ahorra tiempo, ayuda a la memoria y conserva las cosas”, este sabio consejo, bordado y enmarcado, debería estar siempre bien visible en todo hogar o empresa decente. Ordenar es algo que podemos hacer en cualquier circunstancia. Cualquier momento es bueno para ordenarse la vida, los horarios, las costumbres, las ideas; para ayudar al orden en la comunidad más próxima; para ordenar después a otros facilitando el milagro de la obediencia; para ser, en fin, hijos reconocibles de Dios creador.
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