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28 nov 2018

El último carlista del pueblo

La política en general, y no digamos cuando se convierte en política partidista, es un campo abonado para filias y fobias, para seguidismos ciegos y prejuicios sin cuento. En ese mar de la política, surcando guerras y alzamientos, campañas y propaganda, censuras y discursos de oratorias diversas lleva el Carlismo 185 años navegando.
Sería interesante llegar a saber, de verdad, qué es lo que piensan los españoles del Carlismo. Son muchos los que nunca oyeron hablar de nosotros, otros millones pensarán que somos la nostalgia encarnada de unos conflictos olvidados. A falta de estudios sociológicos tiro de experiencia y debo decir que cada día que hablo con unos y con otros me encuentro con personas que ni son carlistas ni creo que lleguen a serlo, pero que se alegran sinceramente de que aún haya carlistas. No está lejos de esa imagen positiva la pintura épica de los requetés, hombres del pueblo que en tantos lugares aparecieron como un milagro y luego desaparecieron humildemente volviendo a la oscuridad de una vida oculta. Los españoles que se alegran de que aún existan carlistas son gentes de a pie que entienden al Carlismo como un punto de referencia inimitable. Les podrá parecer que la actitud carlista es exagerada o monumental al estilo de las viejas catedrales que decía Valle-Inclán. Pero están convencidos de que un mundo sin exagerados o idealistas sería un mundo gris y anodino. No tengo macroencuestas en la mano, lo siento, pero tengo la experiencia cierta de la buena acogida que, por lo general, suele recibir en la calle un alegre grupo de carlistas con su boina roja.
¿Saben en cambio dónde he encontrado a menudo mayor prevención hacia los carlistas? Pues entre los propios carlistas, precisamente. La cosa es normal, porque nosotros lo vemos desde dentro y sabemos perfectamente que el Carlismo, aunque honrado y largo en experiencia, es pobre y limitado. Es por eso que a veces, a fuerza de sinceridad, llaneza y antimaquiavelismo, somos nosotros mismos, los carlistas, nuestro peor enemigo. Y a veces nos olvidamos de que ahí fuera, en los campos y ciudades de España, hay un pueblo que no sólo no tiene un rey como Dios manda, sino que ni siquiera tiene a mano a aquellos carlistas que antaño eran el faro de la España tradicional. Vayan y pregunten por esos pueblos. El último carlista de cada uno de ellos solía ser casi siempre una institución. Y se le echa mucho de menos.

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