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7 sept 2017

Colaboración poética

La Asociación Navarra de Bibliotecarios va a dedicar un monográfico de su revista TK a los poetas vivos de Navarra. Y a mí, como a todos los que hayan editado algún libro de poesía en este siglo XXI, me han pedido una colaboración poética para acompañar a la antología. Esto es lo que les he enviado. 

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Garisoain, Javier
(Pamplona, 1969)
Hace ya tres lustros que salió de la imprenta mi primer libro, un ramillete de sonetos en los que hice lo posible por enfrascar ese perfume inefable de los sueños juveniles. He escrito otras cosas, pero me siguen gustando los sonetos. Con ellos es más fácil saber cuándo se ha terminado el trabajo. Además un soneto es como una caja de marfil. O como un bolso de marca, que aunque esté vacío nunca se tira. Luego publiqué otro libro, desconocido, del que solamente existe un ejemplar en todo el mundo. Llevo años desparramando en los rincones de "la red" palabras, opiniones y consejas, glosas periodísticas, dardos y anatemas que si no llegan a ser poesía llevan al menos, a veces, cuando me dejan, adjetivos esmerados y comparaciones delicadas. Después he plantado varios árboles y he tenido cuatro hijos. Ya me puedo morir, por tanto. Pero antes de dejar este mundo cruel quisiera ordenar y releer mi pequeña biblioteca de poesía. 
Está formada en su mayor parte, como es habitual en las bibliotecas personales de los libreros de viejo -que esa es mi bendita profesión-, por volúmenes a veces ajados y llenos de cicatrices. Las antologías son los cimientos, selecciones variadas universales, castellanas, del siglo de Oro, de sonetos, amorosas, del romancero, modernas y "de hoy". ¿Cómo podría uno pensar en hacer versos sin haber leído lo que otros leyeron? Sólo imitando se consigue crear algo original. Un día llegan a tus manos los versos de Calderón, Garcilaso, Shakespeare o Quevedo o los clásicos de Pemán o Gabriel y Galán y miras el paisaje desde la cumbre. Luego descubres que hay poetas que vuelan, como Whitman, Machado, Bécquer, Miguel Hernández o Rubén Darío. A partir de ahí te conviertes en un buscador de diamantes, y encuentras versos redondos en la poesía gallega de Cabanillas, en las doinas de Rumanía, en las mismísimas jotas del pueblo, en los desahogos religiosos de Cué, de Martín Descalzo, de San Juan Pablo II; en la desesperación amorosa de Rostand o en ciertos poemas que no te dicen nada si no se leen en francés. La experiencia te va enseñando que no existen los buenos poetas sino las buenas poesías. Y te arriesgas finalmente a leer cualquier cosa, hojas de autores desconocidos, revistas literarias, los libros autoeditados de tus amigos... hasta que un día te descubres leyéndote a tí mismo. 
Debo advertir que detrás de mi perfil de sonetista acartonado se esconde un tipo capaz de descubrir trazas poéticas en los textos más prosaicos, motivos de belleza lírica en los rincones más anodinos. No es poesía todo lo que reluce ni todo lo que rima, y sin embargo cualquier cosa podría ser poética si se acierta con el aderezo; desde las dentelladas de Miguel Hernández en la tierra de su amigo Ramón, hasta esa pobre suma desesperada -sí, los números también son letras- que realiza el mileurista en una esquina del mantel. Todo puede ser poético, todo. Las ideas más absurdas, los errores más censurables, también si se miran entornando los ojos, o a través del humo de un habano. Porque ser poético no supone tener razón sino alma humana.

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